miércoles, 18 de julio de 2012

La Peluquería

(Cantando el himno nacional en mi debut)


He tenido la suerte y la fortuna que hace 6 años me he cortado el cabello en mi casa. Una peluquera amiga, certificada en una universidad con fines de lucro, pituteaba los fines de semana cortándonos las chascas a este a familia maipucina. Luego de un tiempo, ella se aburrió. Incluso, cada vez que venía nos subía maliciosamente el precio en $500 pesos. Me caía bien la niña, educada, buena presencia y “hablamiento”. Ah, y aprovechando esta instancia, quiero aclarar algo: No soy necrófilo.

Después de un tiempo, tras estar clínicamente muerto y refugiado en la morgue del hospital Gabriel González Videla, otra amiga peluquera vino pa’ acá. Era una señora de 50 años; muy “dije” y amorosa. La primera vez que vino, le dije: “Quiero que me corte el pelo como Diego Gabriel Rivarola Popon”. Le mostré una foto y me dejó igualito (#wena).

Esta señora es testigo de Jehová y cuando me cortaba el pelo predicaba y trataba de que me suscribiera a su religión. Es más, le regalaba revistas a mi padre y quería venir con sus amigos a hablar con nosotros del jehovanismo. Yo la escuchaba y ponía caritas de niño bueno, hasta que habló en contra del movimiento estudiantil. Le contra argumenté 1 vez y “paf”, sentí un apretón en mi cuero cabelludo. Nunca más le contradije algo. Mi salud y pelo ante todo.

La señora comenzó a cometer actos de indisciplina como el Pitbull. Emitió mentiras como que no podía venir porque tenía olor a ajo o que le dolía el cuello (¿uterino?). Finalmente, decidí dejar la comodidad y salir a buscar una peluquería al mundo capitalista. 

Tras escapar del Peral y entrevistar a un marinero prostituto, encontré en Huérfanos 314 la peluquería: “La venganza”. Después entendí el nombre. Llegué a las 10 de la mañana al caracol, pero me pareció demasiado turbio el ambiente. Había un sexshop, carabineros rondando y presuntos narcotraficantes. Me fui a dar una vuelta y volví a las 12. Ahora, estaba más decoroso el aire. Los verdes y los delincuentes ya no estaban. Pero así y todo caminé con recelo.

Ingresé a la peluquería más colorienta y me atendió una colombiana.  Tenía una cumbia villera como música de fondo y me miró con ojos de bailar. Yo le miré el cuello. Tenía un tatuaje. Antes de sentarme en la silla del amor, sintonizó otra señal de radio y recordé- imaginé- a la Melania bailando Rakata, rakata (8). Lo gracioso es que me cortaba el pelo al ritmo de Daddy Yankee, Don Omar, Wisin y Yandel y todas esas pescadas.

Me sucedió lo mismo que me pasa siempre, y quizás a ustedes: Me dan ataques de risa porque me acuerdo de algo y la peluquera piensa que me mofo de ella. O que me pica la nariz y me da miedo rascarme porque la puedo desconcentrar.

Finalmente, quedé igual o peor. Ahora bien, yo le propongo a Dios, desde esta humilde casa en el árbol, que deberíamos ser como los Simpsons, siempre iguales: que no nos crezca el cabello, tener la misma ropa todos los días y reírnos más.  

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