Para quienes vivimos en el poniente hacer vida social
después de la universidad es difícil. Y no por el resentimiento hacia la
sociedad de consumo que me obliga a comprar papas fritas a 5 lucas, sino porque
las nuevas amistades surgidas por la influencia de nuestro ejercicio laboral
provienen de otra clase social que pernoctan pasado el muro de Plaza Italia, o
también porque los viejos amigos del poniente comienzan a luchar por pertenecer
al selecto grupo de los C2, quienes con sus primeros sueldos se esfuerzan en
arrendar hogares cerca de sus trabajos.
Hace un tiempo para mí la universidad era el espacio
físico y simbólico en donde podía entablar amistades y compartir sin mirar el
reloj, pero ahora con la premura de la modernidad todo se ha reducido a los
karaokes, pubs o departamentos con quincho. Y el que vive en el poniente es el
que más sufre porque tienes sólo dos opciones para seguir con vida: Tomar la
401 o dormir en el suelo de alguna casa amiga tapado con la alfombra.
Pasada la medianoche un paradero que está cerca del Metro
Baquedano, próximo a un Telepizza y a un café con piernas en donde trafican
cocaína, se torna sumamente brígido y peligroso. La 401 es un mundo nuevo,
repleta de gente muy diversa; de borrachos con ternos del Fashion Park, de
mujeres obesas mostrando el ombligo, de jóvenes con el peinado de Arturo Vidal,
de hippies drogados que bailan al ritmo de Chico Trujillo y de peleas
imaginarias con chispeada constante de dedos (“oe, q paza”).
Una vez en esta micro, una chica muy guapa, y “dije” a la
vez, se acercó para preguntarme el recorrido de la 401. Le expliqué en un
lenguaje filosófico que llegaba hasta camino Melipilla. Al parecer tenía ganas
de hablar, y me empezó a contar de su vida; que había terminado una relación
amorosa hace poco, que cursaba 3° año de derecho en la Universidad de Chile,
que le gustaba la música electrónica y que era hija única. Todo esto me pareció
muy transparente de su parte, pero no me dio la confianza para comentarle
acerca de mí vida. Sólo me dediqué a tirar tallas y ser bromista.
La niña me miró coquetamente a los ojos y me preguntó si
quería acompañarla a un cumpleaños. Me tomó la mano y se hizo la amurrada
barzamente. Sorprendido, y pensando siempre en lo peor, presentí que me quería asaltar. Me alejo. La niña ve mi espanto y me pide disculpa. Asume que estaba
media borracha y que se sobrepasó. Con amargura, me explica que no quiere
llegar sola al cumpleaños, y que yo me veía buena onda, así como “inocente” y
“confiable”.
Le respondí cordialmente que no podía porque al otro día
tenía que estudiar (Mentira. Temía que en ese cumpleaños me fueran a
descuartizar).
Nos despedimos con un beso en la mejilla. Y cuando se
bajó de la 401 me gritó: “Voh te lo perdí maraco”.