Son las 3:33
Hay un huésped que golpea con agobio e
insistencia la puerta de mi habitación todas las noches. Mientras intento
consolarlo de sus penurias y naufragios, la poesía de Wagner musicaliza el
drama y el recuerdo. En mi condición de orfandad insisto con premura la muerte
de sus miedos.
La soledad radical del huésped intimidó a la risa
más tímida que escapaba tangencialmente por el vació primordial de la congoja.
Un dilema en que no hay nada seguro, un delirio que inclina al azar como la
moral que justifica la ley; su dominación y nuestro acatamiento.
Creía que la propiedad había originado esa
retorcida angustia que afecta a mis amigos. Lo creía hasta que escuché la voz proveniente
de la diosa que consumió el tiempo en tan sólo un instante, transformando a la
eternidad en un grito pavoroso de auxilio; difuso, arrítmico y alucinante.
El huésped no sale de la casa, es ateo y la
mayor parte del tiempo se lo lleva rezando. Nada lo seduce, nada le atrae, nada
lo motiva, pero busca sin pretender encontrar. La promesa radica en el
desengaño, en la paradoja consustancial del placer. Cuando la tierra tiembla, las
tumbas se abren y muchos cuerpos que habían muerto cobran vida.
Son las 3:33
El huésped viene nuevamente a golpear la
puerta.
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