Cuando niño tuve dos grandes amigos que rememoro con cierta dificultad. En mi memoria aparecen sus siluetas: Uno muy alto,
con un notorio sobrepeso y que le gustaba jugar conmigo a las escondidas y al
“caballito”, y el otro, un chico rubio con pelo largo que siempre andaba con
una pelota de fútbol bajo el brazo. Después de 15 años supe que este niño era el mismo Jorge
Valdivia, quien semana a semana nos ha sorprendido con la esencia de este deporte; lo impredecible, la magia y la locura.
Como las
millones de madres que existen en nuestro país, la mía, debía partir conmigo a
su trabajo. A los 3 años me senté en un pupitre de un 4° Básico de la escuela Ciudad de Caracas en Lo Prado con un lápiz y un cuaderno a escuchar y tomar nota de lo que
decía la profesora (mi mamá). Pero me distraía fácilmente por culpa- o gracias-
al niño de la pelota. A los 5 minutos de comenzar la clase mi madre ya tenía
dos estudiantes menos. El niño de la pelota me tomaba en brazos, y salíamos a
correr al patio. En arcos hechos con piedras tirábamos chutes de un lado para
el otro (los míos con suerte llegaban a la mitad de la cancha). Mi madre al principio se
enojaba y teníamos que volver a la sala, pero como la situación se repetía una
y otra vez, día tras día, no le quedó otra que permitir estas huidas. No pudo
con nosotros. Al menos, creo, que ella pensó que por lo menos me entretenía.
Yo era
feliz. En los recreos era el regalón de todos. En las pichangas, el niño de la
pelota me escogía de los primeros. Como jugaban de manera muy brutal, yo sólo
atinaba a correr de un lado para otro. Y creo que nunca toqué la pelota. Recuerdo que el niño del cabello rubio hacía todos los goles, y siempre andaba
muerto de la risa tirando bromas.
Fue un
gran y bonito año para mí, pero todo terminó de improviso. Un día, un desconocido me
tiró una piedra en la cabeza y caí inconsciente al suelo dejando un charco de sangre a mi alrededor. Al despertar, estaban
todos los niños del curso a mi lado, y mi madre lloraba por la situación. Nunca más volví a entrar a esa escuela.
Desde ese
momento la pelota fue mi inseparable amigo. Pasaron los años, y mi madre le
perdió la pista a Valdivia. Una noche, por casualidad, mientras hacíamos zapping en televisión, mi madre escuchó su nombre. Lo vio y era él, el mismo cabro de Lo Prado.
Mi padre
hizo que yo fuera hincha del club rival de Valdivia, y cada vez que lo veíamos
con la pelota en sus pies, nos daba un miedo tremendo. Ese magistral pase entre
línea que tiene nos dejó de “casero” unos cuantos años.
Jorge: Estás
a pocas horas de jugar tu segundo mundial y te pedimos que dejen el 100% en la
cancha; para que la gente en nuestro país vuelva a sonreír, para que volvamos a
mirarnos las caras como sociedad, para que nuestros compañeros de trabajo o de
estudio dejen de ser competencia para transformarse en amigos, para
reencontrarnos y reencantarnos con la vida, aunque sea de manera breve, artificial y casi en juego. El ritmo de vida moderna es angustiante y desesperante. Prácticamente no
hay derechos, porque todo se ha convertido en un vil negocio. Pasamos la
vida entera trabajando para pagar deudas (educación-salud) y con mucha suerte vemos a
nuestros seres queridos el domingo. Es triste, pero cierto: Nuestras pocas
satisfacciones como sociedad son los triunfos deportivos porque lo sentimos
también como triunfos nuestros.
Ya tengo la entrada para verte jugar en el Maracaná y esta vez no te pifiaré. Detrás de ti hay más de 16 millones
de personas que confía en tus capacidades. Recuerda que eres el mejor: ¡Vamos Valdivia!
Diviértete en la cancha, como un niño, como lo hacías en la escuela.
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