(Cantando el himno nacional en mi debut)
He
tenido la suerte y la fortuna que hace 6 años me he cortado el cabello en mi
casa. Una peluquera amiga, certificada en una universidad con fines de lucro,
pituteaba los fines de semana cortándonos las chascas a este a familia
maipucina. Luego de un tiempo, ella se aburrió. Incluso, cada vez que venía nos
subía maliciosamente el precio en $500 pesos. Me caía bien la niña, educada,
buena presencia y “hablamiento”. Ah, y aprovechando esta instancia, quiero
aclarar algo: No soy necrófilo.
Después
de un tiempo, tras estar clínicamente muerto y refugiado en la morgue del
hospital Gabriel González Videla, otra amiga peluquera vino pa’ acá. Era una
señora de 50 años; muy “dije” y amorosa. La primera vez que vino, le dije:
“Quiero que me corte el pelo como Diego Gabriel Rivarola Popon”. Le mostré una
foto y me dejó igualito (#wena).
Esta
señora es testigo de Jehová y cuando me cortaba el pelo predicaba y trataba de
que me suscribiera a su religión. Es más, le regalaba revistas a mi padre y
quería venir con sus amigos a hablar con nosotros del jehovanismo. Yo la
escuchaba y ponía caritas de niño bueno, hasta que habló en contra del
movimiento estudiantil. Le contra argumenté 1 vez y “paf”, sentí un apretón en
mi cuero cabelludo. Nunca más le contradije algo. Mi salud y pelo ante todo.
La
señora comenzó a cometer actos de indisciplina como el Pitbull. Emitió mentiras
como que no podía venir porque tenía olor a ajo o que le dolía el cuello
(¿uterino?). Finalmente, decidí dejar la comodidad y salir a buscar una
peluquería al mundo capitalista.
Tras
escapar del Peral y entrevistar a un marinero prostituto, encontré en Huérfanos
314 la peluquería: “La venganza”. Después entendí el nombre. Llegué a las 10 de
la mañana al caracol, pero me pareció demasiado turbio el ambiente. Había un
sexshop, carabineros rondando y presuntos narcotraficantes. Me fui a dar una
vuelta y volví a las 12. Ahora, estaba más decoroso el aire. Los verdes y los delincuentes
ya no estaban. Pero así y todo caminé con recelo.
Ingresé a
la peluquería más colorienta y me atendió una colombiana. Tenía una cumbia villera como música de fondo y me miró con ojos de bailar. Yo le miré el cuello.
Tenía un tatuaje. Antes de sentarme en la silla del amor, sintonizó otra señal
de radio y recordé- imaginé- a la Melania bailando Rakata, rakata (8). Lo
gracioso es que me cortaba el pelo al ritmo de Daddy Yankee, Don Omar, Wisin y
Yandel y todas esas pescadas.
Me
sucedió lo mismo que me pasa siempre, y quizás a ustedes: Me dan ataques de risa porque me acuerdo de
algo y la peluquera piensa que me mofo de ella. O que me pica la nariz y me da miedo
rascarme porque la puedo desconcentrar.
Finalmente,
quedé igual o peor. Ahora bien, yo le propongo a Dios, desde esta humilde casa
en el árbol, que deberíamos ser como los Simpsons, siempre iguales: que no nos
crezca el cabello, tener la misma ropa todos los días y reírnos más.